El Tapón del Darién es una zona selvática que divide a Colombia y Panamá y que desde hace varios años se ha convertido en una de las rutas más utilizadas por los migrantes que quieren llegar a Norteamérica.
Cada año miles de migrantes de países como Haití, Cuba, o de África o India, entre otros, llegan a esta zona buscando cruzar desde Colombia a Panamá pero enfrentándose a la inhóspita selva en la que existen numerosos ríos y en donde habitan animales como el jaguar y serpientes venenosas.
En ese sentido, unos 700 migrantes han quedado varados en una playa colombiana durante varias semanas por cuenta de la pandemia y ahora han emprendido su larga travesía hacia Norteamérica pero antes tendrán que vencer y cruzar la hostil selva que los separa de Panamá.
El bloqueo del lado colombiano terminó a principios de febrero pero la incertidumbre continúa. Lázaro Fundicelli, un cubano de 45 años, su esposa Dayami y una decena de compatriotas van por uno de los cerros que rodean la aldea turística de Capurganá, en el extremo oeste de Colombia.

Están ansiosos y temerosos. En este punto termina la aventura en territorio colombiano. Delante de ellos se abre el Tapón del Darién, un corredor selvático de 266 kilómetros que conecta a Colombia y Panamá.
Con suerte, vencerán el hostil paisaje que tienen por delante e irán escalando por los países del continente hasta llegar a México, Estados Unidos o Canadá.
“Si éste fue el inicio de lo peor, no me quiero ni imaginar el resto”, susurra Fundicelli frente al reto de enfrentarse a esta compleja zona selvática.
Llegados desde puntos muy distantes, han oído hablar del “infierno del Darién” de los cinco o seis días de caminata exigente entre vegetación tupida y humedad.
Entre los lugareños es secreto a voces que en las montañas los esperan los coyotes, que cobran entre 2.000 y 3.000 dólares por “pasarlos al otro lado”. Ninguno se atreve a identificarlos pero son personas que los guían en su larga travesía.
El objetivo es el norte
Antes de tomar esta ruta, Fundicelli intentó tres veces cruzar el estrecho de la Florida para desembarcar en Estados Unidos pero fracasó. Entonces, viajó a Guyana, atravesó en bus Brasil, Perú y Ecuador y llegó a Colombia par intentar nuevamente ingresar al país norteamericano pero con unas condiciones más complejas.
Cientos de migrantes como él quedaron varados en el municipio colombiano de Necoclí, un poblado de 40.000 habitantes próximo a la frontera con Panamá, debido al cierre de fronteras.
De esta forma, 700 migrantes entre los que se encuentran cubanos, africanos, indios y una gran mayoría de haitianos, tuvieron que vivir durante varias semanas en carpas en un muelle abandonado de esta población.
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En este tiempo no pudieron embarcarse hasta Capurganá, a una hora y media de distancia, porque la naviera que opera la única ruta decidió no venderle pasajes a migrantes indocumentados, solo a los turistas. El pequeño poblado de 4.000 habitantes que los separa de Panamá temía una invasión de sus playas, ante el cierre del paso limítrofe.
“No queremos quedarnos aquí, todos vamos para el norte”, indicó Eric Cadete junto a su esposa. Ambos salieron de Haití hace varios años con rumbo a Brasil y ahora migran por tierra hacia Estados Unidos. Dentro de tres meses, la mujer dará a luz su primer hijo.
Los 700 indocumentados decidieron esperar a que les levantaran el veto, temerosos de cruzar en embarcaciones ilegales como la que naufragó el pasado 4 de enero dejando 7 muertos.
Finalmente, el 4 de febrero recibieron luz verde para seguir su travesía. Antes de la emergencia sanitaria, las autoridades panameñas interceptaban al mes entre 1.500 y 2.000 personas en el Tapón del Darién.
La cifra se redujo a entre 400 y 100 personas al mes, según datos oficiales, debido al cierre de las fronteras que ordenaron Colombia y Panamá para contener la propagación del COVID-19.
En Necoclí sobrevivieron con la ayuda de los pobladores. “La gente nos ayudó mucho con la comida”, señala Lázaro Fundicelli. Él y su esposa recibieron de un lugareño un sofá viejo que les hizo más llevadero el precario campamento a orillas del mar.
Lo cierto es que los pobladores colombianos hicieron lo posible porque no pasaran hambre, pero sí sufrieron por la falta de baños o el acceso a agua potable.
Una crisis humanitaria
Las autoridades de Panamá reabrieron sus fronteras terrestres el pasado 30 de enero luego de que la naviera y las autoridades de Necoclí anunciaran a los migrantes que en los próximos días partirían lanchas con destino a Capurganá. La empresa fijó el precio del pasaje en 65 dólares, tres veces más que la tarifa normal.
Con fajos de dólares y pasaportes en la mano, cientos de migrantes se amontonaron contra la única taquilla para asegurar un puesto.
“Nos cobraron caro (…) alegando que en Capurganá vamos a seguir una ruta humanitaria hasta Panamá”, señala el cubano.
Panamá desmintió la promesa. Aun así, Juste Calisthene, de 33 años, que emigró de su natal Haití agobiado por la pobreza y la inseguridad, reactivó los planes para entrar a Estados Unidos.
Alto y con músculos marcados, lidera un grupo de casi 30 compatriotas- la mitad de ellos menores o mujeres con bebés de brazos- que aspiran cruzar juntos la selva del Darién.
Calisthene reconoce que siente miendo enfrentarse a la selva porque “un amigo que pasó por Capurganá (a Panamá), me dice que es difícil”.
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A su llegada al muelle, les tomaron la temperatura y les rociaron con desinfectante. Luego se movilizaron en motocarros hasta la entrada de un sendero. Varios hombres los reciben y les señalan el empinado camino por delante: la selva.
Las Organización de las Naciones Unidas reveló que solo en 2019 unos 25.000 migrantes habrían cruzado el Tapón del Darién, un grave problema humanitario que cada año se hace más latente debido a la presencia de personas de decenas de países, muchos de ellos niños y embarazados, que se someten a las duras condiciones de la selva para buscar un mejor futuro en los países de Norteamérica como Estados Unidos y Canadá.